■4- 260 LA POLÍTICA. DE ESPAÑA EN FILIPINAS y á su vida, libre haeta entonces de grandes emociones; su juicio era seguro y pronto, tal vez más intuitivo que discursivo. Por lo demás, Miss. Delia, como su difunta madre, era fiel observante de las prácticas religiosas de la Alta Iglesia protestante, á pesar de lo cual se sentía fuertemente subyugada por la ingenuidad, talento y virtud del P. Enrique. Éste, por su parte, habíase conducido para con ella con mucha reserva, sin salirse un ápice de las más severas prescripciones británicas. Durante la navegación por el río, que fué de dos horas, ya había Delia intervenido incidentalmente y con cierto recato en la conversación. — Aquí, dijo en una ocasión, fijando su vista en unos arbustos de la orilla, se dará muy bien la canela. — No se cultiva, aunque se han hecho ensayos que no debieran desalentar á nadie, y hasta se cría espontánea en algunos bosques, le contestó el P. Enrique. — Creía que aquel arbusto... — Aquel arbusto no es lo que á distancia parece. Es una rubiácea llamada vulgarmente nila, de donde viene el nombre de Manila, que vale tanto como plantío de esos arbustos. — ¡Oh, qué curioso es esto! —Ciertamente — continuó el Padre, — aunque muy común en los nombres de los pueblos filipinos. Casi todos significan algo. Esa aroídea, que parece une lechuga y flota sobre las aguas, da nombre al pueblo de Quiapo; Sampaloc y Salomague significan tamarindo; Bocaui, Bambú, y así otros muchos pueblos, toman el nombre de alguna planta ó árbol. Bl vapor entraba en la hermosa laguna de Bay, experimentando los extranjeros la gratísima impresión que produce esa vista en quien no está á ella acostumbrado. El P. Enrique, mientras el camarero ponía la mesa para el almuerzo, se recogió en un lado de la cámara, previo el competente permiso, para rezar el oficio divino. Los viajeros le reservaron en la mesa un asiento, que tenía á su derecha á Miss. Delia y á su izquierda al señor Hart. La conversación se animó con el almuerzo, con la brisa del lago y con el hermoso espectáculo que rodeaba al vapor Isabel lí. Solamente Delia había vuelto á la reserva propia de su edad y estado. De ella intentó sacarla el Dr. Carral, que, en su calidad de amigo y de inspirador de la excursión, se creía obligado á amenizar el viaje: — Señorita, ¿nada nos dice Ud., ni nada se le ofrece? ¿Acaso le molestan los balances? — Nada de lo último me ocurre; antes pensaba felicitarle por el buen gusto que ha tenido en la elección del viaje, y agradecerle de nuevo el placer que me proporciona. Jamás se borrará de mi memoria esta excursión encantadora. ¡ Qué contrastes tan marcados! Mientras que el P. Enrique leía su breviario, se me ocurrieron reflexiones muy extrañas. ¿Rezará por nosotros?... — Padre Enrique, tiene Ud. la palabra, y haya paz entre príncipes cristianos, — dijo con su acostumbrado buen humor el Dr. Carral. La ocurrencia no le pareció del todo correcta al Dominico, que se había prometido á sí mismo esquivar toda discusión religiosa, si á ella no era provocado. Así fué que antes de responder al festivo Doctor y á la señorita, dirigió una mirada interrogativa al Sr. Hart, que se acababa de levantar para tomar cómodamente el café en una butaca de bejuco, y fumar su habano á conveniente distancia de su hija. Con el mismo objeto se situó junto al caballero inglés el Dr. Carral, quedando en sus asientos el P. Enrique y Miss. Delia. Comprendió Mr. Hart la intención del Dominico, á quien tranquilizó diciéndole: — Dará Ud. un buen rato á Delia, á quien agradan esos escarceos. La lucha presente es bastante desigual, pero la proverbial hidalguía española no blando 'armas, de que carece el adyersario. Delia tiene las ideas que recibió de su madre y del colegio, ideas que ni he combatido ni fomentado. Es decir, que Mr. Hart era indiferente en materias religiosas, y sólo protestante en lo exterior. Ya hemos indicado que era traductor de una obra , destructora de la fe de Jesucristo. El P. Enrique comprendió toda la extensión de sus deberes ante situación tan franca, y resolvió en el acto aceptar el reto de la señorita inglesa, para hacerle el bien que estuviese á su alcance. —Perdóneme Ud. — le dijo— si le he molestado con mi rezo. No se me ocurrió; de lo contrario, lo hubiera aplazado para más tarde. —Nada de eso, P. Enrique, y deseo que repita la acción siempre que le convenga; pero r