262 LA POLÍTICA DE ESPAÑA EN FILIPINAS — Por lo mismo lo comprende Ud. y hasta lo siente, y es víctima de una desviación intelectual al negarlo. Ud., hija mía, y dispénseme el calificativo... — ¡Oh, no! llámeme siempre así, como lo hacía mi madre. — Ud., hija mía, que lleva al pecho el medallón de su madre querida, ¿cómo no ha de sentir amor y admiración y piedad hacia la más pura de las criaturas, que es madre de su Dios, y madre suya en el orden de la gracia? — Admiración, amor y piedad para con María, ¿quién lo duda, padre mío? Pero el culto, la invocación ya es otra cosa. Dicen que la Biblia no enseña ese culto. — La Biblia misma advierte que no está escrito todo lo que Jesucristo enseñó y confió á la predicación de los doce Apóstoles; y ya observé que la religión es anterior en tiempo á la Biblia. ¿Por ventura no hubo religión sobrenatural desde Adán hasta Moisés? ¿No hubo cristianismo desde la venida del Espíritu Santo hasta que se escribieron los Evangelios sinópticos? ¿Conocen hoy mismo la Biblia todos los que creen en Jesucristo y le aman? — La conocen los Pastores. — Ciertamente, y el común de los fieles recibe la fe por la enseñanza de los Pastores; es decir, de la Iglesia, exactamente lo mismo que antes de escribirse la Biblia. Además, la Biblia le dice á Ud. que la Virgen María anunció que iodos las generaciones la llamarían Bienaventurada. ¿No quiere Ud. pertenecer, hija mía, á esa generación nueva, á la generación del Evangelio, que aclama á la Madre de Dios, y la predica bienaventurada? — ¿Pero es preciso rezarle para llamarla bienaventurada? — Es preciso alabarla y bendecirla; el rué go, la súplica es una consecuencia de la fe en su grandeza y en su amor. Delia bajó los ojos y no replicó. Como se ve, la conversación habíase elevado por grados á la altura de verdadera controversia, no provocada ciertamente por el P. Enrique, pero sí aceptada con la mejor voluntad. Sin abusar de su superioridad, según la frase de Mr. Hart, sin recurrir á argumentos teológicos ni escriturarios, con observaciones que pudiéramos llamar de sentido común, había conseguido interesar vivamente á la joven inglesa, cuyo corazón sano y espí¬ ritu recto comenzaban á sentir y á ver claro en los dilatados horizontes del Catolicismo, que la secta le había presentado como un erial cubierto con las malezas de todas las supersticiones. ¿Creía? Aun no; pero las prácticas católicas le parecían racionales, y por lo mismo creíbles. Para creer se necesita luz interior, moción de la gracia, y esa gracia no la había solicitado Miss. Delia. En cuanto al Dr. Carral y á Mr. Hart, habíanse engolfado resueltamente en controversar de otro género. No se ocupaban en los destinos eternos del alma humana; pero el P. Enrique había oído algo comprometedor para los destinos temporales de un pueblo. ¿Eran conspiradores? No por cierto. Pero el funcionario inglés habría podido, desde la India, tirar de un hilo, que deshiciera la trama de una conspiración, en la cual no creía el Dr. Carral; y absortos uno y otro en esas confidencias, aplaudían interiormente la especie de endiosamiento en que estaban los jóvenes disertantes. Por fortuna para Mr. Hart la distracción del religioso era más aparente que real. El viaje fluvial tocaba á su término. El Padre Enrique había adivinado la agitación interior de Delia; en sus ojos, algo congestionados, leía el fondo de su corazón, atormentado por la duda. Creyó que no había tiempo que perder, y era llegado el momento de derramar el bálsamo en la herida por él abierta en el alma de la joven. — Delia — le dice, — nuevamente le ruego que me perdone si le ocasioné algún pesar. Nuestra conferencia ha terminado; pero en las cosas del alma son más eficaces las obras que dos discursos. Dos favores, y desaparecerá esa inquietud que la molesta; dos favores que no puede negarme por motivos de conciencia . — Ha terminado..., estoy inquieta..., dos favores. Dos favores; Ud. me pide favores. No olvide Ud. lo que soy, mi posición, y luego ordéneme. — Nada olvido. Tome Ud esta medalla de la Madre de Dios ; llévela interiormente con la piedad con que lleva Ud. el medallón con el retrato de su madre. No puede haber superstición en lo primero si no la hay en lo segundo. La joven protestante no sospechaba semejante salida. Vaciló un momento, pero al fin se rindió. r