LA POLITICA DE ESPAÑA EN FILIPINAS 87 tado. El Sr. Obispo de Salamanca ha combatido únicamente el abuso que de él, en determinadas circunstancias, hicieron, lo mismo los Gobiernos moderados de 1849 y 1852, que los revolucionarios de 1872 y 1873; el Sr. Obispo de Oviedo explicó que pocas ó ninguna traba oponía en materia de propiedad á las Ordenes monásticas, pues se limita hoy á las fábricas de las iglesias, y el Sr. Ministro de Ultramar, con prudencia y recto criterio, al ofrecer mantener ese patronato como su deber le ordena, reconoció los grandes bienes que produjo en el pasado en América, como en el extremo Oriente, recordando que había sido otorgado por la Santa Sede «por justos y legítimos títulos», y que había acelerado la conquista espiritual de aquellas remotas regiones. m No hemos de volver sobre estos puntos, y menos sobre los hechos particulares de historia contemporánea citados por el Sr. Obispo de Salamanca con legítimo título, y cuya verdad, á pesar de la hábil impugnación del señor Montero Ríos, que evitó cuidadosamente hacerse solidario de ellos, quedó, en nuestro concepto, demostrada. Importa más volver á las frases del Obispo de Oviedo, reverendo Padre Vigil, con las que lamentaba las desconfianzas de que en algunas épocas fueron objeto de parte de los Gobiernos y de las parcialidades políticas, de aquéllos más que de las iiltimas, las Órdenes monásticas en Filipinas. Sentemos con gusto que esas desconfianzas no existen hoy, ó que han variado por completo de índole y de naturaleza. Los Gobiernos monárquicos, lejos de contrariar el reclutamiento del personal religioso de Filipinas, de contrariar Ja vocación de los novicios ó de poner trabas á la libre acción de las primeras, la estimulan y amparan. Los partidos monárquicos dan el espectáculo, grato y consolador, que acabamos de presenciar en el Senado, donde el propio señor Merelo se ha declarado partidario de dichas Ordenes, y donde voces muy elocuentes han reconocido los esclarecidos servicios que han prestado á la civilización y á la patria. No viene, pues, de ahí el peligro de hostilidad contra las dos excepciones respecto del estado legal de la Península que las Ordenes religiosas en el Archipiélago representan, y que consisten en estar encomendadas las pa¬ rroquias á frailes y unidas á ellas las misiones, y en regir allí la amortización eclesiástica. Excepciones, sí, desde que perdimos las provincias de América y desde que aquí se introdujeron las ideas individualistas y antireligiosas de la Revolución francesa, pero que no existieron durante tres siglos, y que, por hecho que bien podemos llamar providencial, han perseverado en Filipinas. Merced á ese régimen, en el Archipiélago, el conquistador, que en América ocupó el primer lugar, allí casi fué innecesario, y la historia apenas conserva otros nombres más que los de Legazpi, Salcedo, Guido de Labezares y Hurtado de Corcuera; el fraile lo hizo todo: redujo á los infieles, les enseñó la doctrinado Cristo, los civilizó, los reunió en poblado, enseñó agricultura y artes, creó riqueza, consiguió que la población aumentase rápidamente. Cuando nuestro dominio fué extendiéndose, y con él la organización del Estado, el fraile ha sido y sigue siendo el único representante de la Madre patria en vastas comarcas, el único medio de información, de comucación y de influencia que tiene en ellas. No solamente es legítima y ganada con justísimos títulos la propiedad territorial de las Ordenes monásticas de Filipinas, donde sólo en el día ese poderoso medio de adelanto va aumentando, sino que han hecho y hacen de ella el uso más fecundo, énseñando al indio á cultivar la tierra, incitándole al trabajo y apartándole de sus hábitos nómadas. La desconfianza que lamentaba el Sr. Obispo de Oviedo fué y es inmotivada y perjudicial. Hoy ha cambiado de forma, y, siendo más solapada, es más temible. Hoy no proviene de los Gobiernos ni de los- antiguos partidos monárquicos, unánimes, como se ha visto, en apreciar la utilidad y necesidad del elemento religioso en la remota Asia; proviene de los pocos, muy pocos, que aborrecen á España tanto ó más que á dichas Ordenes, y que, si dirigen contra éstas sus tiros, es para mejor herir á la primera. No debe esto olvidarse. A nuestra vez, con respeto y con sincera adhesión, queremos dar un consejo, no á las Ordenes monásticas, que no lo necesitan, sino á algunos de sus más sinceros partidarios. La confianza conviene que sea mutua; de todos los españoles en aquellas Ordenes y